Augusto Rubio Acosta
La historia de mi adicción –felizmente gratuita- se parece a muchas otras adicciones; se parece a las que padecen aquellos que se dejan dominar por el hábito del juego o de los tóxicos; se parece a aquella de la cual son víctimas los “peloteros” de fin de semana, con el inminente “full vaso” incluido; se podría decir que mi adicción es similar a la de las personas que no pueden vivir sin ver televisión, sin gimnasio, sin ir al estadio, sin salones de belleza, alcohol y cigarrillo.
Pensar que todo empezó en 1979, cuando empecé a vestirme de lunes a viernes con el absurdo uniforme gris que diseñara Mocha Graña y que los curas italianos del colegio Raimondi -donde lamentablemente me matricularon- obligaban a usar a la parvulez. Por ese tiempo, en la pequeña biblioteca escolar se podía leer “Mambrú no fue a la guerra”, y los “Cuentos al amor de la lumbre”. Así empecé a “perderme” para siempre…
La otra mañana -después de la resaca- me preguntaba cuántas horas de mi vida habré invertido en el vicio. Después de algunos cálculos, llegué a la conclusión de que el tiempo podría ascender a un año o tal vez dos. El hecho es que las bibliotecas empezaron a atraerme desde que estaba en primer grado y hoy -casi treinta años después- continúan siendo uno de los pocos lugares donde me siento verdaderamente a gusto y a salvo de esta vida gris, triste y putrefacta.
¿Que si soy adicto a las bibliotecas?, pues sí, lo soy (recién se dan cuenta), y además no pienso curarme. La historia de mi enfermedad comenzó en los viejos anaqueles raimondinos, una típica biblioteca con enciclopedias antiguas que probablemente habían sido compradas por metros para servir de adorno, y donde los retrógrados profesores que tuve dormían la siesta en sus horas libres. En esa biblioteca los libros infantiles casi no existían; era un lugar sombrío y solemne, casi siempre sin lectores. No recuerdo haber coincidido con ningún otro compañero de promo en ese espacio (algún día les contaré por qué), pero de vez en cuando sentía una sombra asomarse y observar con suspicacia. ¿Qué rayos hace el Cabeza e´ libro por aquí?
Habré tenido diez años cuando por primera vez salí a pie de mi casa de Meiggs 117 y me dirigí hasta la Biblioteca Municipal César Vallejo, que por entonces funcionaba en la Plaza de Armas. Desde entonces la aventura (el vicio) se hizo habitual. La biblioteca edil lucía semi abandonada, pero existían libros que nunca había leído. Ahí conocí a otros viciosos (hicimos mancha); qué felices hubiéramos sido con todo lo que existe ahora: las sesiones de cuentacuentos, los talleres de pintura, música, teatro o escritura, las excursiones a alguna playa para construir castillos de arena o de palabras.
Las bibliotecas se convirtieron desde entonces en mi adicción, en parte indispensable de mi vida; primero como lector infantil y adolescente, después como estudiante universitario, escritor y periodista. Pensaba contarles más sobre las bibliotecas y la vida, pero el tiempo es tirano siempre en este espacio radial, así que lo dejamos para otra vez. Sólo espero que las noticias que vengan a continuación verdaderamente valgan la pena. No más pasaba por aquí al frente y me detuve un toque a ver si vendían marcianos (mentira). Ah, y porsiaca ya no me escriban al blog ni a mi correo, tampoco me llamen a mi jato por joder nomás: “¡Cabeza e´ libro, Cabeza e´ libro…!”, porque les voy a hacer el seguimiento en Telefónica, advertidos quedan. El miércoles próximo caigo por aquí (ojalá los encuentre); quien sabe los de “Escenario público” todavía me aguanten para entonces y se hayan quitado aunque sea las legañas de tanto madrugar (vayan a lavarse la cara). Ya me voy. Tere, anda sirviendo el desayuno, porfa: para mí tres panes, dos con jamonada, el otro con soledad.
Interesante publicación. Qué pena -y sí que lo es- que este gran vicio, poco a poco, se vaya olvidando. ¡Suerte!
ResponderEliminar