viernes, 6 de febrero de 2009

Cantar mi canción

Pero nunca me supe tus sueños Progre
ni siquiera a hurtadillas
la luminosa historia de tus días…



Augusto Rubio Acosta

La noche que me prometí escribir la primera crónica para este espacio, acababa de llegar de Miramar, terminaba de hacer el amor, de evaporarme un cigarrito, de darme el enésimo duchazo de realidad en la semana, y una tibia mazamorra morada me acompañaba en la mesa, mientras afuera la urbe apestaba, la noche caía en el corazón de La Cachina (donde por estos días queda mi jato) y escuchaba el rock lento, las trovas de Liuba María y de Pedro Guerra, sin saber qué soledades alumbraban bajo el cielo de mi ciudad.

Trasladarme -al día siguiente- hasta la zona no resultó difícil, teniendo en cuenta que está cerca de la house, que acostumbro desplazarme solo, a pie, y con el walkman encendido a volumen medio (porque me llega altamente la tecnología). Me interné entonces en los basurales del rico barrio El Progreso -al fondo hay sitio-, me acerqué a los pasteleros del reservorio para preguntarles por Dios; sospecharon de la ingenuidad de mis palabras, del reportaje hirviendo, de mi gastada libreta de apuntes y de la crónica inenarrable (inminente), de los abismos de sus vidas…

¿Quién mierda eres para hablarnos de los últimos tronchos del verano?, ¿por qué preguntas por la soledad de los cañazos en la refri abandonada de los días?... Mira, causa, nosotros jamás confiamos en los periodistas -esos cojudos que lo cambian todo-. Así que no jodas, oye, cabeza e` libro; y ya bórrate, causa, que la gente te va sonar…

La hora avanzaba en la avenida Buenos Aires, la noche se mostraba propicia para la vagancia productiva, pero en verdad no sabía a ciencia cierta hacia dónde me dirigía a pie aquél día de mi soledad.

Me interné en los corralones de la noche para preguntarme si esta terca soledad aún me habita o si ya era indubitable el tiempo, la certeza, la pisada, de mi nueva vida. “Todo lo que uno tiene que hacer para escribir crónicas”, pensé, mientras tomaba fotografías y borroneaba algunas de las banalidades que se me habían ocurrido a esa hora ante el aliento vital de la calle: ¿a quién le importa (periodista) / tus poemas de pollada? / ¿a quién carajo las patrañas / culturosas y cojudas de tu vida?... Recordé cuando era adolescente y le dejé de temer a lo que le temía un día antes, cuando me limpiaba los barritos reventados aferrándome a mis bastardos eufemismos... A través de la memoria recordé que gracias al periódico (comisión periodística, le dicen) visité los bares de El Infierno, Van Damme y La Voladora, le volví a rozar las nalgas a las chicas malas al final del jirón Los Andes y nadie se inmutó. Me embriagué en los velorios con los remendadores de calzado, me masturbé –again- en la sórdida noche de los retretes inmundos y un aliento a chocho molido y ají escabeche empezó a apoderarse de mí, mientras compartía el último cañazo con los alcohólicos en la esquina de Derteano. Le dejé de temer hasta al silencio de los orgasmos en el hervor de los fumaderos. La poesía, la crónica era todo y yo lo sabía bien. Necesitaba escribir y la atmósfera necesaria para hacerlo era precisamente la que tenía ante mis ojos. El viento me hacía ondear el cabello en Cinco Esquinas mientras me recostaba en el colchón de panca de los monfus y pensaba en el llanto de los niños harapientos que se revolcaban con sus canes alrededor: me estaba macerando en el amargo licor de una nueva historia.

La voz de mis interlocutores asomaba en la memoria cada vez que intentaba un nuevo párrafo, una nueva línea. El trago ya hacía estragos (a pesar de las cacofonías) y mi estómago era un voraz e inextinguible incendio. Me incorporé –delirante- a pesar de mi muerte joven, bendije a los niños en la puerta del Templo Evangélico Fundamentalista “El aposento alto”, vomité en la fachada de Transportes Richiván (Pallasca-Chora-Conchucos) y me introduje en el diazepán y la inmundicia de los parques (sin flores), en la madrugada de los barrios y callejones perdidos del rico Progre; los monfus jamás supieron adónde iba. Los burros, la panca, las carretas, los borrachos y las tías madrugadoras que van a hacer la parada, me vieron pasar por Cinco Esquinas entre decidido y tambaleante; a los cachineros camino al mercado intenté explicarles los más insondables misterios de su destino, tal vez quise expresarle al amigo ebrio (que nunca estuvo) que no era el último fumador de mis tristezas, que al otro lado de La Cachina vivía mi infancia y que una fotografía borrosa (convertida en crónica) me estaba esperando.

La noche que me prometí escribir esta historia, acabé imprimiendo lo poco que había redactado –para salir del paso-, intenté copiar-pegar algunos de mis versos más disímiles en un espacio quién sabe poco apropiado, y me dejé llevar por la falsa nostalgia. Estaba en eso cuando sonó el teléfono y una dulce voz me recordó que debía ir a Casuarinas, a casa de mi madre en el sur de la ciudad, porque ella me estaba esperando –como siempre- con el obispal desayuno de los fines de semana.

Hablé con el mar (a la mitad de mi cielo inútil) / de mi cabeza golpeando la pared / en la nocturnidad de mis infancias / de la hondura musical de mis pretextos / y la limpieza en mis palabras: / Mi nombre es Gucho / vivo en El Progre / leo el periódico en la esquina de Olaya / con la avenida Buenos Aires / y me vacila Pearl Jam U2 / Stone temple pilots / y las enormes bridgestone / de los tráileres. / A veces como hoy / enciendo un lucky strike en los sardineles / en el monumento al maestro (en huelga) / y en la noica vastedad de las madrugadas. / Es dos de febrero (del cero nueve) / a la gente le llega al pincho la poesía (también la crónica) / déjame cantar mi canción.

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