jueves, 11 de febrero de 2010

poquita fe (a manera de prólogo)


miguel ildefonso


borges decía: “el ejercicio de las letras es misterioso; lo que opinamos es efímero y opto por la tesis platónica de la musa y no por la de poe, que razonó o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia”. cito estas palabras para sustentar que toda opinión racional sobre un poema o sobre un conjunto de poemas, es sólo un intento de penetrar a su extraña esencia, un noble e humilde intento de asir su movible materialidad, más aun si se trata -como en este caso- de abordar una reunión de poemas de los libros publicados e inéditos realizada por el mismo poeta.

augusto rubio acosta ha reunido inventario de iras y sueños, mi camisa de comando y otros poemas, y poquita fe, libros a los que ha anexado una sección denominada poemas perdidos y encontrados, formado también por un breve segmento de trabajos ológrafos y manuscritos. como cualquier lector, me pregunto entonces al desgaire: ¿qué hace a un artista –a un poeta en este caso- creer en el arte en tiempos tan ajenos a lo sublime o a la belleza?, ¿de qué está hecha esa fe en lo perenne o lo imperecedero?... hace unas décadas, decía juan ojeda sobre esta época: “tiempo de morir/ y sobre la tierra una ausencia de dioses”, “sabemos ciertamente / que el tiempo es menos real que los sueños, y chapoteamos / con nuestras pobres voces en un tiempo perdido”. mucho nos dice aquí ojeda, tan cercano a augusto y tan cercano a todos.

“ahora los hombres sólo hablan una lengua falsa, ¿los escuchas? / nada hay allí que pueda servirte, todo es como una burla/ o una insidiosa pesadilla. / ya hemos levantado sobre los días hórridos un tiempo más puro, / y no escuchamos sino las obcecadas voces de los desgarrados.” ante esta lengua falsa a que se refiere ojeda, la misión del poeta es la de devolver a la lengua su veracidad, su pureza. no en el sentido que parte de la división jerárquica entre lo vulgar y lo culto, obviamente; sino de utilizarla, puesto que la lengua es un instrumento además, de la manera más auténtica y honesta, por decirlo de un modo ético.

“y yo escribía en las paredes / si me vieras / dirías que mi rostro ha enloquecido / he arrancado el aviso del horario de visitas del hospital / para escribirte / para que nunca te vayas / para que sueñes”, dicen los versos de augusto en su rol de poeta de lo cotidiano, de una ciudad post apocalíptica a la que encara con pasión, lucidez y -como todo poeta joven- partiendo de una tradición próxima y lejana, intensa e irresuelta; es decir: “entre la soledad y la angustia / de los viejos tiempos / y los axiomas que aún nos quedan”.

la lectura del presente libro nos punza con una lírica tersa y lacerante, como la de un moderno trovador solitario que por no adentrase a la mar y huir, se arroja al cemento y al humo del puerto. su lenguaje brota de escombros de paraísos pasados; ese compuesto de metafísica y divagación con lo cotidiano y concreto lo asemeja a la lúdica ironía y desgarradora fe en el dolor de la poesía de martín adán: verso límpido de los sentidos y pleno de melancolía. desde baudelaire, la poesía contemporánea entronca en la ciudad su hastío, su spleen; la ciudad se convierte en el territorio alienante, en el monstruo acéfalo que va fagocitando los espíritus libres. rimbaud, kavafis, lorca, vallejo, eielson, dejaron sus inscripciones en esas paredes mohosas de la modernidad, libros en los que inventaban una ciudad efímera y perenne, inocente y cruel. augusto nos dice: “a veces / pequeña / cuando los agujones de la noche aparecen / y dominan / las sombras longitudinales de la ciudad / cuando las calles de chimbote hierven / de calor / de insectos flotando en las plazas / y ya no aguanto el peso de las despedidas / las esquinas / contemplan mi sombra y mis presagios / el holocausto”.

la poesía de augusto es una constante invitación a una nueva mirada al mundo, no importa dónde nace, ya que si es nueva no tiene por qué reclamarse su origen: es desencantada, pero vitalista, irónica: “ven / acércate a mi vida / y no preguntes donde estuve”. es una atenta mirada poética hacia el mundo, tanto a las grandes edificaciones como a lo pequeño y lo abstracto, en donde lo lúdico llega a cuajar con lo metafísico: “la ansiedad y el silencio de las calles me llama / la quietud en los burdeles / y la desnudez de los caminos / el paso de los veranos / la náusea de los ebrios en la plaza / y los putamadreos de los taxistas”. el poeta nos hace ver la relación de deseo y terror con la ciudad, en ella encuentra la belleza, aunque siempre parece que ha llegado tarde: esa belleza está corrompida, enferma: “hoy no es un buen día / para escribir poemas / salió el sol / desayuné ruidoso / remendé mi camisa / y en el recodo de algún rezo / dejó de asomar la muerte”.

la poesía urbana consiste –entre otras cosas- en concentrarse en el lenguaje, desarticulándolo, deconstruyéndolo, ir más allá de lo reflexivo y la imaginación fantástica para reencontrarse con la experiencia vital. esa obsesión por los objetos, por lo concreto en los poemas de augusto, para darles espiritualidad, animación, y explicarnos la vida o el universo, nos recuerda las prosas breves de cortázar, o la destreza analógica de girondo. pero más allá de estos holocaustos, encontramos en su poesía otras aristas, otras visiones:

el tema amoroso o erótico: “la lluvia viene con su belleza / golpea la ventana de ésta / mi habitación en otro mundo / intenta apagar el incendio”. el amor no es inocente, como nunca lo fue, dado que aunque nos refugiemos en una habitación, nunca podremos escapar del acecho de este mundo ya conocido, delatado, denunciado. ante esto la poesía aún tiene su poder, por eso intenta apagar el incendio: es el único lugar donde se puede hallar y cuidar el amor, los otros sitios son clichés.

“murió también como juan / convertido en toro / testigos lo recuerdan/ embistiendo un trailer”; como buen cronista, augusto nos retrata a muchos personajes a lo largo de sus poemas. entre estos versos no podía estar ausente el chimbotano juan ojeda, poeta suicida, genial, urbano y navegante a la vez, o sea, navegante de los naufragios urbanos. lo mismo otros poetas cogeneracionales a ojeda: luis hernández y javier heraud: “aquí, javier / en el río / a cuarentaitantos pasos de tu sombra / atragantando de plomo mi garganta / y de pólvora siniestra los caminos / reclamamos de pie nuestro propio holocausto”. cada tiempo crea sus mitos, y estos poetas forman ya la triada mítica en la poesía surgida de la década del sesenta, justamente por aquella función o rol del oficio trascendental con la palabra que se derivan de los versos citados del vate chimbotano en las primeras líneas del presente texto.

entre aquellos seres que habitan “poquita fe”, hallamos también a picasso, a picabia, a personajes cotidianos como nolasco (uno de las primeros pobladores de chimbote, según se tiene noticia), pero también a los anónimos: “se internó en los basurales / del rico progre / (al fondo hay sitio) / se acercó a los pasteleros del reservorio / para preguntarles por dios / sospecharon de la ingenuidad de sus palabras / del reportaje hirviendo / de los abismos de sus vidas…/ ¿quién mierda eres para hablarnos / de los últimos tronchos del verano? / ¿por qué preguntas por la soledad de los cañazos / en la refri abandonada de tus días?...”. en la fatuidad de estos tiempos postmodernos, en que las inmensas preguntas celestes quisieran ser respondidas con esa realidad virtual tecnológica a la que cada vez más todos parecemos ser absorbidos, ¿qué preguntas hacernos?, ¿y de qué manera?

los temas existenciales están presentes en esta poesía de sinuosa urbe, de vaporosas divagaciones. el poema fluye, descarado, descarnado, despacio, como una canción anonadada, en apariencia ilógica, pre-racional. la fragmentación es su ser y estar en estos poemas que se esparcen como constelaciones. el poeta es –como decía huidobro- un pequeño dios, es por eso que seguimos inventado palabras, comunicándonos con metáforas y símbolos. la creación nunca está concluida, de esto deviene el carácter itinerante de la voz poética, como trovas melancólicas de un solitario, esperando a ese amor en alguna estación o paradero, como cuando se va a empezar un viaje. esta voz poética indaga en las oquedades sin tiempo, y encuentra en el contorno inesperado una especie de consuelo o representación de su imposible paraíso: “he caminado por calles y plazas / más no he podido encontrarte / he imaginado tu orfandad agazapada / en noches fluorescentes / y habitaciones oscuras / he vagado por horas / y fotografiado el poniente / levantado frases sin mover los labios / pisado huellas sobre el barro / y multiplicado mis pasos / el aire / tu silencio imprescindible”.

desde sus hórridos sueños, augusto, con la presente reunión poética de sus libros, cumple con hacernos ver dos planos simbólicos de la experiencia humana: el primero es una especie de travesía por lo intemporal, por cuestiones metafísicas como el amor, la muerte, la belleza, la poesía. y el segundo –el exterior- con seres entrañables, a modo de testimonio, en el que se funde el quehacer poético de la existencia con los problemas sociales, los conflictos humanos, aunque siempre con esa tónica de ir más allá de esta realidad. es por eso que, luego de leer poquita fe, no sólo hemos sentido el haber abordado un tiempo y un lugar, sino también un espíritu que se ha tomado en serio este viejo oficio de la palabra y el silencio.

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