jueves, 17 de enero de 2013

El sonero del pueblo


                                Augusto Rubio Acosta

La primera vez que conversamos largo y tendido, ya no éramos tan jóvenes que digamos. Corrían los primeros días del nuevo siglo en la avenida Bolognesi, era de madrugada, hacía frío, estábamos en una taberna bebiendo de alguna pócima enjundiosa, disfrutando de la nocturnidad y de sus ritos. Lucho Oliva llegó a la puerta, desató su sonrisa contagiosa y pronunció su grito de batalla.
"¡Óyeme...!", se escuchó en el ambiente y de las otras mesas saltaron desinhibidos personajes de toda laya que se acercaron al instante para estrechar la mano diestra del sonero, mientras se oía el destapa y despacha de las botellas frozen en la barra y la música se tornaba un torbellino en la pista y en los pasos de baile de quienes se animaron a sacarle brillo a las losetas de tanto girar.


Lucho Oliva terminó en nuestra mesa, brindamos decenas de veces mientras nuestras voces se tornaban graves y amenguadas en tanto nuestras sonrisas brillaban en la nocturnidad de unos ojos que empezaron a pertenecerle a otro mundo. La cabeza le daba vueltas a uno conforme avanzaban las horas y la gente de las mesas golpeaba sus puños contra las sillas pidiendo a gritos "¡que Lucho cante!, ¡que cante Lucho!, ¡Lucho, canta causita, canta!...", mientras el sonero se deleitaba con el arrastre popular y la impaciencia de sus hinchas coterráneos.


El cantante del pueblo estaba en escena como en sus mejores años. Tenía el micrófono en mano y había anunciado que interpretaría "Llora corazón", la cancioncita esa de Rafael Hernández, que tanto golpea, que tanto instiga. Empezaron los acordes, se inició el rito. Y la gente, la masa, el pueblo, se echó a cantar...


"Las Totoritas estaban donde ahora están las calles Tarapacá y Pizarro, en el Rímac. Ahí cambiaba de carril el tranvía N° 2. En ese barrio guapo de abajo el puente me crié hasta los catorce años en que vine a Chimbote a conocer la tierra de mi padre y la iglesia de Santa donde me bautizaron". Lucho hablaba entrecortado sobre la visita a casa de su hermano en el cerro San Pedro. Tenía menos de quince años y para ese tiempo no sabía que vino al puerto para quedarse.


"Mi hermano era chofer en Gildemeister. Aquí aprendí a pescar, llegué a ser motorista, empecé a cantar entre jarana y jarana, aquí conocí a mi Lea Elizabeth, cumplí treinta años y la hice mi esposa". Oliva seguía hablando y nadie lo interrumpía, disfrutábamos de sus pausas y de su voz aguardentosa de falso cubano del Rímac.


El viejo Lucho cantó en el "Ritz", "El Caribe", "El Sarán", y tantos centros nocturnos donde paseó su voz endiablada y primigenia. Así, entre amigos y con un vaso al centro de la mesa, Oliva empezó a interpretar sus primeros boleros, se asomó al balcón de las chicas de su tiempo para entonar serenatas, y le dedicó el espacio suficiente en su voz y en su vida a la música criolla y a la salsa.


¿De dónde Rumbaney, Lucho?, ¿de dónde el nombrecito ese de los Clever's Swing?, ¿cuál primero, cuál después?...


"En 1966 llegaron al puerto Germán Galloso y Germán Mantilla, ellos ya se llamaban Rumbaney. Llegaron de Chorrillos para tocar en un local que ya ni me acuerdo su nombre; la vaina es que llegaron y conocieron a Daniel Cortez, Chalo Gonzáles, Electo Luna y a mí. Así formamos un conjunto musical y nos hicimos llamar primero Clever's Swing, al poco tiempo decidimos adoptar otro nombre: Los Rumbaney.


Lucho bebió esa noche con nosotros, fastidiamos al mesero hasta el delirio, contamos chistes y nos pusimos guantes al salir porque hacía un frío bravo, de esos que lo hacen a uno doblarse ante la garúa de las madrugadas sin nombre. De aquella primera vez, a la última vez que lo vimos pasaron años. En diciembre pasado nos volvimos a encontrar en el auditorio edil, durante la presentación de la novela de Fernando Cueto, "Llora corazón". Esa noche cantó sus viejos temas, se movió lento, pausado en el escenario, y la gente lo aplaudió de pie y a rabiar, mientras por sus mejillas se deslizaban breves lágrimas de gratitud y de nostalgia.


Hoy hemos venido a ver a Lucho a ésta su casa de Unicreto, donde Lea lo cuida mientras sus nietos merodean alrededor de su leyenda. Aquí hemos ampliado a detalle lo que ya sabíamos de su historia, nos ha mostrado sus discos, su medalla y hemos hablado de los años dorados de Los Rumbaney, debutando el 68 y prolongando su música hasta el año del mundial de Italia.


"En 1968 empezamos a tocar en todas partes. Chimbote conoció el inicio, éramos jóvenes, muchachos estábamos. Después del terremoto de 1970 nos salió un contrato en Lima, una chamba en la avenida La Colmena donde empezamos a sonar fuerte. "El Fontana" se llamaba el lugar; de ahí saltamos a "El Durísimo", del jirón Washington, a "El Mundialista", de Barrios Altos, y a otros escenarios de la avenida Grau. Tantos recuerdos..."


El viejo sonero luce hoy una gorra oscura al estilo Neruda, se ha acomodado en los muebles de la sala y se acerca Lea, su inseparable compañera.


"Nunca me pagaron regalía alguna por mis canciones. Primero yo era bajista y cantaba de vez en cuando, sobre todo cuando eran temas salseros. En Lima grabamos nuestros primeros singles: El poncho, Córtenle la lengua, Llora corazón, Cholito, Cumbia india... En 1978, antes de decidirnos por regresar a Chimbote, ganamos el concurso de salsa organizado por el Diario La Crónica. Una vez en casa, empezamos a hacer giras por todo el país. Uno a uno grabamos decenas de singles que después fueron recopilados en long plays", recuerda Oliva, con la vieja sonrisa que nunca perdió.


Sesentaicinco años vividos a intensidad -pensamos-, en octubre se cumplen sesentaiseis y la vida ahora lo ha distanciado un tanto más allá de los escenarios a los que el sonero está acostumbrado. Ahora un cáncer maligno de segundo grado es motivo de una lucha constante contra el destino. Quimioterapias cada veinte días se vienen sucediendo, junto a compras continuas de costosos medicamentos, inhaladores y viajes a Lima, la horrible.


"A mí me han sacado del cajón, hermano. Gracias a mi mujer he salvado la vida. Ella ha hecho de todo para curarme; felizmente los amigos se han acordado de mí y la casa se llenó de bote a bote cuando hubo que hacer actividades pro fondos. Ahora me trato en Neoplásicas... Yo he sido bohemio siempre, galvista aunque nunca me gustó jugar pelota, pero aún sigo cantando. Por eso he venido a Chimbote para el Día del Padre y voy a cantar en dos lugares nuevos. Acabo de grabar un nuevo disco, tú sabes cómo son estas cosas, hay que seguir nomás, seguir..."


Lucho Oliva se ha puesto de pie y nos muestra las fotos de sus nietos. El sonero se ha quedado sin cabello a raíz del tratamiento químico que recibe, pero conserva la chispa de siempre. ¡Óyeme, Lucho, óyeme tú, chico!... Estará bien que ya no puedas saborear la comida que antes te empujaste a forro, pero pescado y frejoles ya es bastante a tus años bien vividos.


La hora del almuerzo se acerca en Unicreto, y Paul -el reportero gráfico- se encarga de las tomas de rigor. Salimos de esa casa en el sur de la ciudad y Lucho ha salido a la puerta para despedirnos. Afuera el frío inclemente de junio y el regreso al periódico. Una foto: la mejor postal para inmortalizar tu recuerdo, amigo, porque esta crónica se tornará amarilla con los días, las semanas, los años, y sólo servirá para envolver el pescado que despachan las vendedoras de pejerrey en "El Progreso", los días de veda en que ni el sol se asoma en ésta mi maldita pero entrañable ciudad.

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