Cuando llegué al mundo del libro era temprano. Todavía creía en Papá Noel, me disfrazaba de Hombre Araña, me fascinaba escuchar el ruido del mar por las noches desde casa y asistía al Jardín Ruso, el kindergarden de los años setenta en la entonces polvorienta avenida Pardo. Tenía cinco años, sabía leer y eso era maravilloso. Me sirvieron de mucho los primeros adiestramientos en la escuelita informal que dirigían un par de profesoras ancianas y anónimas (de las cuales, en el colmo de la ingratitud, ni siquiera recuerdo sus nombres). Era una especie de casa-escuela clandestina situada a cuadra y media de la playa, en el corazón del Miramar (blues) de mis recuerdos. Allí se dictaban clases de reforzamiento a niños-problema y se acompañaba pacientemente los primeros pasos de quienes como el suscrito –a los tres años de edad- empezaban a transitar por el sorprendente mundo de la iniciática lecto-escritura.
Cuando llegué a la magia del libro, los “otros mundos” que encontré insertos al interior de las páginas impresas e ilustradas que me acompañaron desde niño, se constituyeron rápidamente en mi patrimonio imaginario. En la lectura hallé mundos y personajes sustentados en la imaginación y en la palabra, ese territorio de la ficción que siempre ha posibilitado al hombre ampliar y enriquecer su escueta experiencia, y sentir la intensidad literaria, la necesidad (urgente) de la invención.
A medida que fui creciendo, me identifiqué con los adalides de las novelas de aventuras que cayeron en mis manos. Llegaron los clásicos, algunas lecturas a escondidas (porque no siempre se tuvo la edad suficiente para leer ciertas cosas) y devoraba más que leía, mucho más que estudiaba. A los diez años, una novelita; a los trece la reconstrucción de la misma (pero sólo en la cabeza); a los quince una nueva “reconstrucción de los hechos”; y especie de diarios íntimos (extraviados o perdidos), poesía, borradores de cuentos, todo ello que hoy es capaz de producir rubor, quien sabe hasta vergüenza... ¿Después? Una vida sumergida en la vorágine universitaria de Lima, el teatro como pasión, el quehacer cultural y la vida familiar; sin escritura a tiempo completo como siempre quise, pero acompañado de la buena lectura a la que jamás abandoné como amiga y compañera que siempre ha sido.
A veces, cuando escucho en algún espacio académico o en uno de esos foros públicos relacionados con las nuevas tecnologías al servicio de la educación, decir que la llamada cultura de la imagen ha relegado a la literatura, me irrito sobremanera; me enerva que se digan tonterías como que “una imagen vale más que mil palabras”. A mi modo de ver, la concreción de la imagen limita la imaginación: un árbol, un paisaje, un personaje dotados de una imagen sólo son esa imagen y se niega la posibilidad de otras imágenes; un árbol, un paisaje, un personaje leídos en un libro constituyen infinitas posibilidades de imagen que mantienen con el lector una relación creativa. Así lo entiende el suscrito, así va a morir pensando...
Me ha tocado decir algunas palabras sobre el volumen de cuentos que tienen en sus manos y estoy usando irresponsablemente este espacio para hablar quien sabe de mis cosas, de mis ideas, de mi manera de ver el mundo (letrado) y entender la lectura; sabrán perdonarme. Ojalá existiese alguien en quien pueda calar este mensaje (es mi esperanza); en verdad me sentiría satisfecho de haber contribuido en algo con el nacimiento de nuevos lectores, seres humanos que encuentren en los libros un amigo, un socio para siempre.
Ahora, retornando al camino (pero feliz del extravío), nos ponemos al fin serios. Ahora sí, hablemos de lo que nos toca.
10 lucas. Cuentos latinoamericanos escogidos
Hasta el siglo XVIII, cuando no existía una tradición cuentística, cuajada, en ebullición permanente, el cuento se manejaba sin plena consciencia de su importancia como género con personalidad propia. Era un género menor del que no se sospechaban las posibilidades de belleza, emoción y humanidad que podía contener su brevedad. A pesar que los buenos cuentistas existieron, éstos fueron vistos sólo como destellos a la mitad de la noche, sin la importancia que les daría la centuria siguiente, la historia.
La tradición del cuento moderno se desarrolló entonces durante el siglo XIX y a ello contribuyeron las infinitas publicaciones que abrieron sus páginas a los autores que cultivaron el género. En América Latina el fenómeno cuentístico en revistas fue bastante notorio debido a las limitaciones de la industria editorial. El espacio disponible en los medios impresos obviamente era favorable al cuento o al folletín por entregas. Publicar novelas imponía la necesidad de una capacidad industrial (papelera, impresora y encuadernadora) ausente en esta parte del mundo, y requería de circuitos de distribución en librerías que en América eran y siguen siendo ineficientes. Por eso las revistas fueron -y son todavía- no sólo pioneras sino el mejor vínculo entre autores y público. Todo ello contribuyó al florecimiento del cuento latinoamericano.
Desde entonces, ese género literario indefinible que es como un camino que se hace sin cesar, una acción perpetua de los seres humanos (no en vano la historia de la humanidad es una narración, primero oral, luego escrita) ha motivado en los escritores de esta parte del mundo páginas gloriosas donde se ha alcanzado muchas veces la maestría, una que asombra al lector y desespera al aprendiz de escritor al momento de asistir a la lectura.
Brevedad, singularidad temática, tensión, sutileza, estilo, imaginación e intensidad, se repiten y alternan en una buena cantidad de autores cuyos fulgores de creatividad y belleza iluminan el panorama literario internacional. El libro que usted tiene entre manos es una prueba de ello, una auténtica celebración de la palabra donde aparecen escritores latinoamericanos de imaginación y sentimiento, artesanos de la literatura que nos tocaron en su momento las fibras más íntimas a la hora de la lectura y a quienes hemos seguido a lo largo de nuestra vida en su evolución y desarrollo del género. No están todos los que hubiésemos querido seleccionar, lamentablemente; tampoco la gran cantidad de cuentos imprescindibles de los que todo lector especializado podría ufanarse. La presente es una muestra mínima pero representativa de la vigorosa tradición narrativa latinoamericana, versión que prometemos ampliar en un futuro cercano para alegría de todos aquellos a quienes no les es ajena la buena lectura.
Juan Rulfo decía que "todo escritor que crea, es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación". Si traigo a la memoria la enseñanza del notable narrador mexicano, es porque pocos autores de la literatura universal fueron tan conscientes de la importancia del imaginario como él, y casi nadie manejó el tópico con tanta intuición y sabiduría. "Para mí lo primordial es la imaginación -escribió Rulfo- y cuando esta se consigue y se le suma la intuición, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Es el caso de estas historias.
Que disfruten de los cuentos que aquí les entrega este lector miserable, cuentos que constituyen en realidad obras de arte y son el resultado de bien digeridas estrategias narrativas y lecturas, piedras angulares para la imaginación, la osadía intelectual y el experimentalismo. Las que siguen son historias que reflejan un mundo, el espejo donde podemos vernos e identificarnos como latinoamericanos y eso es lo importante. Cito al inmortal Mario Benedetti –poeta de todos, siempre- para despedir estas líneas y dar la bienvenida a los cuentistas del lado sur de nuestra América:
(…)
pero aquí abajo abajo
cada uno en su escondite
hay hombres y mujeres
que saben a qué asirse
aprovechando el sol y también los eclipses
apartando lo inútil y usando lo que sirve
con su fe veterana
el Sur también existe…
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