Augusto Rubio Acosta
La primera vez que conversamos largo y tendido, ya no éramos tan jóvenes que digamos. Corrían los primeros días del nuevo siglo en la avenida Bolognesi, era de madrugada, hacía frío, estábamos en una taberna bebiendo de alguna pócima enjundiosa, disfrutando de la nocturnidad y de sus ritos. Lucho Oliva llegó a la puerta, desató su sonrisa contagiosa y pronunció su grito de batalla.
"¡Óyeme...!",
se escuchó en el ambiente y de las otras mesas saltaron desinhibidos personajes
de toda laya que se acercaron al instante para estrechar la mano diestra del
sonero, mientras se oía el destapa y despacha de las botellas frozen en la
barra y la música se tornaba un torbellino en la pista y en los pasos de baile
de quienes se animaron a sacarle brillo a las losetas de tanto girar.
Lucho
Oliva terminó en nuestra mesa, brindamos decenas de veces mientras nuestras
voces se tornaban graves y amenguadas en tanto nuestras sonrisas brillaban en
la nocturnidad de unos ojos que empezaron a pertenecerle a otro mundo. La
cabeza le daba vueltas a uno conforme avanzaban las horas y la gente de las
mesas golpeaba sus puños contra las sillas pidiendo a gritos "¡que Lucho
cante!, ¡que cante Lucho!, ¡Lucho, canta causita, canta!...", mientras el
sonero se deleitaba con el arrastre popular y la impaciencia de sus hinchas
coterráneos.
El
cantante del pueblo estaba en escena como en sus mejores años. Tenía el
micrófono en mano y había anunciado que interpretaría "Llora
corazón", la cancioncita esa de Rafael Hernández, que tanto golpea, que
tanto instiga. Empezaron los acordes, se inició el rito. Y la gente, la masa,
el pueblo, se echó a cantar...
"Las
Totoritas estaban donde ahora están las calles Tarapacá y Pizarro, en el Rímac.
Ahí cambiaba de carril el tranvía N° 2. En ese barrio guapo de abajo el puente
me crié hasta los catorce años en que vine a Chimbote a conocer la tierra de mi
padre y la iglesia de Santa donde me bautizaron". Lucho hablaba
entrecortado sobre la visita a casa de su hermano en el cerro San Pedro. Tenía
menos de quince años y para ese tiempo no sabía que vino al puerto para
quedarse.
"Mi
hermano era chofer en Gildemeister. Aquí aprendí a pescar, llegué a ser
motorista, empecé a cantar entre jarana y jarana, aquí conocí a mi Lea
Elizabeth, cumplí treinta años y la hice mi esposa". Oliva seguía hablando
y nadie lo interrumpía, disfrutábamos de sus pausas y de su voz aguardentosa de
falso cubano del Rímac.
El
viejo Lucho cantó en el "Ritz", "El Caribe", "El Sarán",
y tantos centros nocturnos donde paseó su voz endiablada y primigenia. Así,
entre amigos y con un vaso al centro de la mesa, Oliva empezó a interpretar sus
primeros boleros, se asomó al balcón de las chicas de su tiempo para entonar
serenatas, y le dedicó el espacio suficiente en su voz y en su vida a la música
criolla y a la salsa.
¿De
dónde Rumbaney, Lucho?, ¿de dónde el nombrecito ese de los Clever's Swing?,
¿cuál primero, cuál después?...
"En
1966 llegaron al puerto Germán Galloso y Germán Mantilla, ellos ya se llamaban
Rumbaney. Llegaron de Chorrillos para tocar en un local que ya ni me acuerdo su
nombre; la vaina es que llegaron y conocieron a Daniel Cortez, Chalo Gonzáles,
Electo Luna y a mí. Así formamos un conjunto musical y nos hicimos llamar
primero Clever's Swing, al poco tiempo decidimos adoptar otro nombre: Los
Rumbaney.
Lucho
bebió esa noche con nosotros, fastidiamos al mesero hasta el delirio, contamos
chistes y nos pusimos guantes al salir porque hacía un frío bravo, de esos que
lo hacen a uno doblarse ante la garúa de las madrugadas sin nombre. De aquella
primera vez, a la última vez que lo vimos pasaron años. En diciembre pasado nos
volvimos a encontrar en el auditorio edil, durante la presentación de la novela
de Fernando Cueto, "Llora corazón". Esa noche cantó sus viejos temas,
se movió lento, pausado en el escenario, y la gente lo aplaudió de pie y a
rabiar, mientras por sus mejillas se deslizaban breves lágrimas de gratitud y
de nostalgia.
Hoy
hemos venido a ver a Lucho a ésta su casa de Unicreto, donde Lea lo cuida
mientras sus nietos merodean alrededor de su leyenda. Aquí hemos ampliado a
detalle lo que ya sabíamos de su historia, nos ha mostrado sus discos, su
medalla y hemos hablado de los años dorados de Los Rumbaney, debutando el 68 y
prolongando su música hasta el año del mundial de Italia.
"En
1968 empezamos a tocar en todas partes. Chimbote conoció el inicio, éramos
jóvenes, muchachos estábamos. Después del terremoto de 1970 nos salió un
contrato en Lima, una chamba en la avenida La Colmena donde empezamos a sonar
fuerte. "El Fontana" se llamaba el lugar; de ahí saltamos a "El
Durísimo", del jirón Washington, a "El Mundialista", de Barrios
Altos, y a otros escenarios de la avenida Grau. Tantos recuerdos..."
El
viejo sonero luce hoy una gorra oscura al estilo Neruda, se ha acomodado en los
muebles de la sala y se acerca Lea, su inseparable compañera.
"Nunca
me pagaron regalía alguna por mis canciones. Primero yo era bajista y cantaba
de vez en cuando, sobre todo cuando eran temas salseros. En Lima grabamos
nuestros primeros singles: El poncho, Córtenle la lengua, Llora corazón,
Cholito, Cumbia india... En 1978, antes de decidirnos por regresar a Chimbote,
ganamos el concurso de salsa organizado por el Diario La Crónica. Una vez en
casa, empezamos a hacer giras por todo el país. Uno a uno grabamos decenas de
singles que después fueron recopilados en long plays", recuerda Oliva, con
la vieja sonrisa que nunca perdió.
Sesentaicinco
años vividos a intensidad -pensamos-, en octubre se cumplen sesentaiseis y la
vida ahora lo ha distanciado un tanto más allá de los escenarios a los que el
sonero está acostumbrado. Ahora un cáncer maligno de segundo grado es motivo de
una lucha constante contra el destino. Quimioterapias cada veinte días se
vienen sucediendo, junto a compras continuas de costosos medicamentos,
inhaladores y viajes a Lima, la horrible.
"A
mí me han sacado del cajón, hermano. Gracias a mi mujer he salvado la vida.
Ella ha hecho de todo para curarme; felizmente los amigos se han acordado de mí
y la casa se llenó de bote a bote cuando hubo que hacer actividades pro fondos.
Ahora me trato en Neoplásicas... Yo he sido bohemio siempre, galvista aunque
nunca me gustó jugar pelota, pero aún sigo cantando. Por eso he venido a
Chimbote para el Día del Padre y voy a cantar en dos lugares nuevos. Acabo de
grabar un nuevo disco, tú sabes cómo son estas cosas, hay que seguir nomás,
seguir..."
Lucho
Oliva se ha puesto de pie y nos muestra las fotos de sus nietos. El sonero se
ha quedado sin cabello a raíz del tratamiento químico que recibe, pero conserva
la chispa de siempre. ¡Óyeme, Lucho, óyeme tú, chico!... Estará bien que ya no
puedas saborear la comida que antes te empujaste a forro, pero pescado y frejoles
ya es bastante a tus años bien vividos.
La
hora del almuerzo se acerca en Unicreto, y Paul -el reportero gráfico- se
encarga de las tomas de rigor. Salimos de esa casa en el sur de la ciudad y
Lucho ha salido a la puerta para despedirnos. Afuera el frío inclemente de
junio y el regreso al periódico. Una foto: la mejor postal para inmortalizar tu
recuerdo, amigo, porque esta crónica se tornará amarilla con los días, las
semanas, los años, y sólo servirá para envolver el pescado que despachan las
vendedoras de pejerrey en "El Progreso", los días de veda en que ni
el sol se asoma en ésta mi maldita pero entrañable ciudad.