miércoles, 8 de septiembre de 2010

Memorias de mi pequeña patria

El suscrito le debe el 90% de lo que ha leído a las bibliotecas. Y el post que he empezado a escribir nace más de un lector que de un escritor, a pesar que la historia de un escritor sea la de un lector al fin y al cabo. El presente testimonio proviene de alguien que lee permanentemente, un sujeto para quien la lectura es una de las actividades centrales de su existencia, un individuo a quien -dado el añoso vicio que padece- siempre es posible preguntarle ¿qué cosa estás leyendo?, alguien que hoy deja constancia aquí de las sensaciones que ha experimentado en los entrañables espacios que discurren paralelos a la escritura y al libro desde tiempos inmemoriales.
La primera biblioteca que pisé fue la del Colegio Raimondi, un lugar frío, ordenado y anodino, lamentablemente destinado más a las reuniones del profesorado que al fomento del hábito de la lectura, donde realicé mis primeras y brevísimas performances con libro abierto. En casa los volúmenes que empezaron a formar mi primera biblioteca todavía no merecían calificarse como tal, de modo que tuve que esperar varios años. La Biblioteca Municipal César Vallejo de Chimbote (entonces ubicada en la Plaza de Armas) fue el segundo espacio de su género que visité regularmente y donde pasé largas jornadas leyendo los cuentos de los hermanos Grimm, las ficciones de Lewis Carrol, Julio Verne y a los primeros autores peruanos. La Biblioteca Garcilaso de la Vega, de Nuevo Chimbote, fue otro de los lugares que frecuenté esporádicamente; la triste realidad del lugar (sin fondo bibliográfico decente, abandonado y postergado siempre) me permitió leer -sobre todo- las revistas que guardaba en sus anaqueles al alcance del público, ejemplares que poco a poco fueron desapareciendo.
Esperé buen tiempo para pisar una gran biblioteca. En 1990 ingresé por primera vez a la Biblioteca Nacional del Perú (entonces en su sede de la avenida Abancay), un espacio que me impresionó al examinar sus ficheros, pero a la vez desanimó al constatar que no sería posible leer o al menos saber a ciencia cierta de qué constaba tamaño fondo bibliográfico. En el lugar, poblado a toda hora de investigadores, coleccionistas y lectores voraces, transcurrieron largas horas de mi primera época universitaria. En ese tiempo ya intuía que tarde o temprano me dedicaría a escribir narrativa, pero era consciente que necesitaba una disposición de vida, prestar mucha atención a las personas ajenas, ser receptivo a sus intereses, al lenguaje y la sintaxis que utilizaban, a las películas que veían y sobre todo a su conducta. Necesitaba leer harto y leer bien, necesitaba vivir...
La biblioteca siempre fueron para mi el lugar perfecto: un lugar que ofrecía a manos llenas sus enormes colecciones, un espacio para el estudio y el encuentro, un refugio para escapar de la calle y su caótico día a día, sillas y mesas, estantes y libros, felices coincidencias.
Al inicio de los noventas, durante el primer año en que empecé a estudiar inglés, descubrí a Somerset Maugham y a los cuentistas anglosajones en su lengua materna gracias a las lecturas propias del aprendizaje de un segundo idioma y al préstamo de libros de la Biblioteca del Británico de San Isidro. De ese tiempo viene mi fanatismo por The Beatles, de los gruesos volúmenes en inglés que contienen la vida, música y pasión de los cuatro de Liverpool. De esa época también proviene mi primer acercamiento a la Internet: en la Biblioteca del Británico se realizó una de las primeras charlas informativas sobre la carretera de la información y se instalaron las primeras computadoras con conexión a la red de redes.
Párrafo aparte merece la Biblioteca de El Olivar de San Isidro, el espacio libresco que más años me ha acogido y en mi modesta opinión el lugar ideal para una lectura prolongada y placentera. Instalada en el corazón del Parque El Olivar, el lugar respira historia y recuerdos vivos de las épocas virreynal y republicana (los orígenes del parque datan del siglo XVI); su galería de arte y la laguna situada al pie de la biblioteca, con sus artificios de agua y luces, hacen de la lectura una experiencia grata, sosegada, de calma y luz dentro de la sociedad en que vivimos. En la Biblioteca de El Olivar me alimenté como nunca antes, conviví con bibliotecarios, estudiantes y lectores comunes y corrientes largas temporadas, escarbé en sus vastos archivos, me sumergí en el mar de información que contenía e ingresé como se debe a las culturas del mundo, a las vastas manifestaciones espirituales de los pueblos de cualquier época. En la Biblioteca de El Olivar empecé a escribir y a desechar mis primeros cuentos, viví a mis anchas entre su fondo bibliográfico, fui enormemente feliz. El día que abandoné la capital me prometí volver cada cierto tiempo: de vez en cuando llego para donar ejemplares de los libros que voy publicando y en pocas semanas llega una carta de agradecimiento a casa, lo cual me hace sentir nostálgicamente reconfortado.
La Biblioteca Central Pedro Zulen, de la Universidad de San Marcos es otro de los espacios a los que guardo un gran cariño. Lugar común para los estudiantes, la biblioteca se constituía en no pocas ocasiones en el lugar perfecto para pasar el rato cuando no se tenía nada que hacer, cuando se deseaba leer simplemente, pensar, realizar tareas, elaborar afiches, organizar marchas, protestas o actividades culturales relacionadas con la realidad que vivimos durante la dura época del conflicto armado interno en el Perú. En la Pedro Zulen de los años noventa era común ver dormidos sobre el libro abierto a algunos estudiantes exhaustos. En el lugar leí básicamente literatura: revistas, folletos, trípticos, afiches, plaquetas, libros, una impresionante colección historiográfica de la literatura peruana guardan sus estantes y archivos.
La Biblioteca Municipal César Vallejo de Chimbote también me ha dado mucho. Los últimos diez años los he pasado en sus ambientes, primero en su inadecuado local de los altos del Mercado de Peces y hoy al interior del Centro Cultural Centenario. Si bien es cierto el ritmo de mis lecturas se han visto mermadas a raíz de mi incursión en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, de vez en cuando me introduzco de nuevo en su piel, en la organización de algunas actividades culturales, en su vida.
La última década he visitado bibliotecas diversas en espacios disímiles, algunas con recursos humanos adecuados, infraestructura y fondos bibliográficos, otras con sólo la fuerza y la fe en la lectura que le ponen sus bibliotecarios y lectores. Las bibliotecas son mi segundo hogar, siempre lo han sido; en ellas he detenido el tiempo, he sabido que estoy vivo, he aprendido, pensado y descubierto el mundo, me he conocido a mi mismo y he compartido un legado común. En las bibliotecas he desterrado la melancolía, la duda, la negación, el ruido callejero, la fealdad de la vida. Las bibliotecas han sido siempre mi último refugio del mundo, mi lugar de evasión e imaginación, un espacio donde soñar, escribir y crecer.
Al suscrito le indigna que las bibliotecas no lleguen a todas partes ni a todos los peruanos, enerva que existan pueblos tan cerca de las urbes (o en las mismas ciudades) donde los libros les sean vetados a los niños excluidos que desean salir de la miseria a través de la lectura. Las bibliotecas y el libro merecen el lugar protagónico en la sociedad en que vivimos, un presupuesto digno y el espacio que les ha sido históricamente negado por los desilustrados gobernantes que tenemos y hemos tenido siempre. Decía Vallejo, el poeta de todos: "Hay hermanos, muchísmo que hacer", y no le faltaba (ni le falta) razón. Gracias por permitirme compartir este post con las memorias de mi pequeña patria (las bibliotecas), me lo estaba debiendo.