viernes, 27 de febrero de 2009

Cosas que pasan

Augusto Rubio Acosta

Lo que más recuerdo de esa calurosa mañana en la cafetería de la IV Feria del Libro de Trujillo y de la conversa con Julio Hevia, fue caer en la cuenta de que gran parte de la jerga peruana es un auténtico menú. Hasta entonces no había reparado en que los peruanos todo lo vemos comida. En todo momento y en todas partes, nada nos apasiona tanto como sentarnos a una mesa plagada de exquisiteces culinarias de origen criollo o foráneo (total, qué importa), el hecho es que a barriga llena, corazón contento (por más humilde potaje que hayamos saboreado), y no hay nada que nos seduzca más que ése disfrute placentero.

La una de la tarde en Mansiche y las Trujillo frozen se acaban de evaporar. Tengo hambre, brother, ¿qué acelgas? Flaco, ¿qué tienes para picar?, a ver… El mozo ha traído croquetas de queso, pero Julio continúa husmeando la ensalada de papas con manzana del vecino. ¿Sabes? Nosotros todo lo vemos comida. Por ejemplo, mira esa flaca: la de allá, la que “está fuerte”, de blusa verde y minifalda. Cuando le vemos las piernas pensamos “¡qué buenas yucas!”, si le miramos las tetas imaginamos “¡qué ricos melones!”, cuando le vemos el trasero, exclamamos “¡qué buen queque!”. Y así, la lista es larga, podríamos hacer un diccionario con ese tipo de cosas…

Dos “cerbatanas” más y una papa a la huancaína con maca para complementar. No sé qué les habrá encontrado de bueno, pero a Julio le encantan las ensaladas. Será que está viejo y necesita energizarse, pienso; será que los carbohidratos, proteínas, vitaminas, minerales, fósforo, calcio, magnesio, y tantas cojudeces de las que hablan los nutricionistas y promocionan los laboratorios, como que lo tienen medio traumado al “tío” y le generan la idea de que está vigoroso y revitalizado. Como será. El hecho es que él no se hace “paltas” para hablar con desparpajo y para meterle su “café” a quien se equivoca.

A pico nomás”, Augusto, porque el “mosaico” éste es medio “montgomery”, a qué hora nos traerá los vasos… ¡Estoy con un “ambrosoli”…! A la franca, a mi no me ha gustado mucho esta feria: “ni chicha ni limonada”, la distribución de los stands nomás me ha parecido un “arroz con mango”, una “chanfaina”; la feria estaba mejor cuando se hacía en la Plazuela El Recreo, ya le había agarrado “camote” a ese lugar. Acá los organizadores se han sacado la “chochoca” para nada; la gente pasa “de fresa” nomás, le llega al “chopin center” todo, no compran libros… Lo que sí en Trujillo hay buenas “loncheras”, ricos “mangos”, de eso uno no se puede quejar...

A la hora del “comercio”, del “convoy” (la comilona), ya estábamos medio “mariáteguis” (y encima “de boleto”, pensé). Delante mío humeaba un lomo saltado, el “richie ray” apretaba, y Julio: ¿Dos más? , ¡habla! “Por leyenda”, causa, “cincuenta de camote”, pero que sean "las del estribo". Como a las cuatro de la tarde ya “estábamos en trompo” y “yéndonos en floro”. “Chinos de risa”, faltosos y víctimas de la mal llamada “erisipela de cantina”, abandonamos la “cafeta” de la Feria del Libro con la promesa viva de volver a encontrarnos más tarde -con los amigos- en el auditorio central.

A Julio ya no lo he vuelto a ver desde entonces, estará asado conmigo. La noche que presentó su libro me había quedado “jato” de largo; a las justas desperté para el buitreo, para “mandar un fax”, tomar un alka seltzer y volver a acostarme. Cèst la vie; cosas que pasan, Julio, cosas que pasan…

De puta madre

Augusto Rubio Acosta

Cuando era mocoso (tampoco estoy diciendo que soy viejo) y apenas hacía uno o dos años que tenía DNI, cuando era estudiante por las mañanas en San Marcos y practicante (debería decir aspirante a explotado) por las tardes, y empezaba a publicar mis primeros escarceos periodísticos (y culturosos) en un desaparecido diario de la tugurizada y siempre maloliente Lima de los noventas, me ponía a pensar en “lo que tenía que hacer”, en lo que me faltaba (así decía siempre el editor a sus noveles periodistas) para escribir como él quería:“de putamadre”.

El ir y venir -por las mañanas- del kiosko en una esquina de la avenida Bolívar, en Pueblo Libre, se había convertido en una auténtica tortura: pocas veces supe de antemano si mis crónicas saldrían publicadas; después de todo, nunca supe lo bien o mal que lo había hecho el día anterior hasta que compraba El Mundo y me leía. Nada superaba ese momento (hasta ahora me sucede), recién sabía que sabía lo que sé: luego de haber escrito y haberme leído.

Escribir “de putamadre” era jodido para mí en ese tiempo, toda una obsesión. La idea me atormentaba a veces, me perseguía a todas partes, me aliviaba en otros días. Recordaba cuando era niño, las viejas manías aprendidas de mamá: ¡Ya, antes de irse a dormir, me aprenden 10 palabras diarias, su significado y perfecta escritura. Además deberán redactar una oración por cada palabra aprendida, donde las empleen adecuadamente! ¡Ya, vamos, si no nadie duerme!...

A pesar que desde siempre leía –como dicen los muchachos- “a forro”, por ese entonces no era suficiente. Sucede que había devorado sólo los clásicos y autores latinoamericanos; faltaba proveerse de la nueva narrativa, el ensayo y la poesía contemporánea, necesitaba leer -por ejemplo- a Bukowski y a los europeos, a Patricia Highsmith y toda la novela negra y narrativa psicológica norteamericana, a los cronistas del New Yorker y a Kapuscinski, tantas cosas… Tenía que pisar tierra: estaba en nada, era doloroso y debía asimilarlo. ¿Así quería ser periodista?, ¿cronista, escritor tal vez?... Mientras mis compañeros del periódico habían leído kilómetros de kilómetros de papel impreso, este cimarrón continuaba en pañales (daba pena), era un triste provinciano aspirante a periodista y gateando…

Cuando recuerdo ese tiempo me vienen a la cabeza imágenes claras, otras también difusas. La universidad me distrajo –a decir verdad prácticamente me hizo perder el tiempo-, porque todo, casi todo lo aprendí en las calles y en la dichosa redacción. En la Lima de los noventas era sencillo escribir sobre política (estábamos en plena dictadura) después de haber salido a marchar con los estudiantes y enfrentarse a la policía; era sencillo escribir sobre fútbol y barras bravas (sobre todo si era fanático de Alianza Lima y el equipo no campeonaba 18 años); era más fácil escribir sobre música si uno se daba una vuelta por El Agustino (y su ecuménico festival de rock) o por la Carpa Grau (escenario de tantas jornadas chicheras y golpizas memorables). La historia y la literatura era lo que más me apasionaba, pero no siempre habían noticias de ese tipo que cubrir. Además debía escribir “de putamadre” y eso constituía una chamba aparte.

Una vez, alguien me dijo que para escribir de “puta madre” debía ser disciplinado y hacerme un horario (practicaba ambas cosas), debía rodearme de mis alimentos favoritos (o sea yogurt en trozos, pan de molde con jamón inglés, pringles clásicos, un buen vino y duraznos al jugo), leer duro, bueno y parejo (de eso ya hemos hablado), conseguirme una buena PC (a las justas tenía una remington portátil) y escribir sobre lo que me joda, lo que me aterre y me mande preso, lo que me dé mucha vergüenza. Una vez, un poeta horazeriano del jirón Kilka (se escribe con “K” desde los noventas, antes se escribía con “Q”) me dijo que para escribir como él (o sea de puta madre) debía ser un tipo triste, padecer tuberculosis y ser pobre de espíritu, pobre –materialmente hablando-, y quizá también de corazón. Dijo que debía sufrir como nadie, que vaya coleccionando mis tristezas al mismo ritmo que las nuevas palabras que aprendía; dijo también que tal vez sea bueno que escriba junto a una buena hembrita, que las mujeres le dan el toque soberbio a una buena historia, que las incluya de cuando en cuando en mis crónicas

De ese tiempo a esta parte, me he dedicado a escribir de todo un poco, ustedes saben. A escribir nomás porque nunca pude escribir “de puta madre”. Como verán soy un fracaso (eso es irreversible). Por eso mejor me voy y los dejo con sus cosas (vayan nomás). Igual nos estaremos viendo aquí uno de estos días; y es que no lo entiendo, sólo en éste lugar todavía me aguantan.

jueves, 19 de febrero de 2009

Cálpoc exige justicia

Augusto Rubio Acosta

La mañana que llegamos a Cálpoc, éste parecía un pueblo fantasma; los pobladores, campesinos dedicados principalmente al cultivo de mangos, paltas y maracuyás, se encontraban en su mayoría en el campo a esa altura del día y en muchos casos hubo que ubicarlos en sus lugares de trabajo. Nuestro arribo a las alturas de Yaután se produjo luego de varios transbordos, de largas esperas por la movilidad y bajo el sol inmisericorde que castiga siempre la cordillera occidental de la provincia de Casma. En las casas de quincha y adobe de las alturas, los niños sonreían desconfiados. Éramos extraños en ésa su tierra.

A mil seiscientos metros sobre el nivel del mar –en el sector denominado Cerro Castillo-, y en un promontorio sobre el camino polvoriento, encontramos la casa de Petronilo León Polinario (48), Tesorero de la comunidad y víctima de la salvaje golpiza a que fuera sometido la medianoche del pasado sábado 24 de enero, por los cinco desconocidos que ingresaron a su vivienda -armados de revólveres- para robar los 40 mil 300 nuevos soles ahorrados por la comunidad con el fin de adquirir dentro de poco el vehículo motorizado que sacaría sus cosechas hacia la costa.

Pistolas tenían, joven. Tres (pistolas) eran. Me chancaron la cabeza, aquí ve usted mismo. Me desmayaron y a mis hijos y mi esposa los pusieron en la cama, echados uno encima de otro, amenazando de muerte. Pedían plata de comunidad que estaba en el cajón de mi catre, con candado. Encima de la plata estaba echado yo, mi cabeza estaba. Amenazaron liquidarnos si no les dábamos los cheques. Revolvieron costales, adobes, lampas. Buscaron 40 minutos. A mi hijo le quitaron sus 300 soles con que iba a sembrar cebollita. En eso entonces la luz estaba apagada, no dejaban que prendamos y estaba oscuro. En eso uno de ellos alumbró a otro con su linterna y yo lo vi al policía, al (Sub Oficial de Tercera PNP) Riveros. Yo estaba bañado en sangre porque me habían roto la cabeza con las cachas. Cuando se fueron con el dinero nos echaron candado; se fueron gritando que nos matarían si pedíamos ayuda…”.

El ladrido de los perros a esa altura del camino se constituye en síntoma inequívoco de que alguien se acerca. De entre la vegetación surgió la figura de Epifanio Huerta Carrasco (44), vecino de nuestro primer entrevistado y testigo presencial del hecho:

“Apenas escuché ruidos extraños corrí a ver qué pasaba. Aquí, detrás de esta piedra grande estuve y los vi cuando escaparon por la parte alta. Sería la una de la mañana. Eran hombres altos, con aspecto de policías. Estaba oscuro, pero tenían una linterna con que alumbrarse. De ahí con hacha rompí puerta y saqué candado…”

En la conversación con Edihno Huerta Lauya -Fiscal comunal- nos informamos a detalle de la insistencia del Teniente Gobernador de Cálpoc, Nazario Caballero Llanto, del propio Petronilo León, y de su persona, ante las puertas y ventanas de la comisaría de Yaután que jamás se abrieron para atender su denuncia de robo.

“Era la 1 y 30 de la madrugada del sábado (media hora después de ocurrido el asalto) y ningún policía en Yaután se dignó en atendernos. Cansados de tocar la puerta, ante la preocupación de los vecinos que despertaron por el ruido y luego de haber conversado con la doctora del Centro de Salud (contiguo a la dependencia policial) que curó las heridas de León, volvimos extenuados a Cálpoc a eso de las 4 y 30 de la madrugada. Nadie nos abrió. ¡Cómo no iban a escuchar los policías que estaban adentro si hicimos tremendo ruido!... Volvimos entonces a informar a los comuneros del hecho… Como a las 8 de la mañana otra vez regresamos a la comisaría con los dirigentes. Ahí Riveros nos dijo cínicamente que sí había estado de servicio…

El sábado 24 en la tarde, durante la asamblea general en Cálpoc, y -según los pobladores- ante la desidia de la Policía por hallar a los ladrones a pesar de la denuncia presentada, el pueblo acordó agilizar las gestiones y buscar un abogado en Chimbote. El domingo a las 4 y 30 de la tarde los dirigentes comunales se presentaron nuevamente en la Policía con su abogado. Fue entonces cuando Petronilo León reconoció el rostro que vio la noche del asalto en su casa. Fue cuando acusó al Sub Oficial de Tercera, Edinson Riveros Zapata, de haber participado en el robo, y cuando –inexplicablemente- fue engrilletado y encerrado por unas horas pretendiéndose acusarlo del latrocinio.


Los ánimos entre los campesinos ya se habían caldeado para el lunes, luego que el Tesorero de Cálpoc denunció la participación del policía en el hecho delictivo. A las 10 de la mañana, una turba de doscientos pobladores llegó a la comisaría de Yaután y trasladó por la fuerza a Riveros Zapata hacia el pueblo para interrogarlo. Los comuneros señalaron que en ningún momento éste fue golpeado ni vejado en absoluto. Sin embargo, según el atestado policial de Seincri, los comuneros gritaron “¡Queremos al perro ladrón!, ¡Dónde están los perros ladrones!” frente a la dependencia policial y condujeron al policía al complejo deportivo de Cálpoc, donde según declaraciones de la Sub Oficial de Tercera, María Reyes Heredia, Riveros permaneció con una soga al cuello, un grillete en la mano derecha y sufriendo jalones de cabello bajo la amenaza de que “iban a traer petróleo para quemarlo”.

El sol castigó brutalmente la mañana del martes, mientras a bordo de una motocicleta recorríamos las chacras en busca de los protagonistas del hecho. Así llegamos al sector de Gallo Rumi, escenario de la muerte de la joven campesina Lida Flor Huerta Méndez (26), baleada supuestamente por la Policía durante el enfrentamiento de los uniformados con los campesinos, luego del “rescate” y la huida de Riveros Zapata de su lugar de cautiverio.

Al visitar al padre de la occisa en las alturas de la comunidad, Teodoro Huerta Huamri (60) exigió justicia mientras sus ojos se le nublaban, demandó el esclarecimiento de los hechos, volvió a verse en el complejo deportivo de su pueblo aquél funesto lunes 26 de enero y recordó la forma en que vio caer a su hija a escasos metros de él, mientras los campesinos perseguían con piedras a la Policía en su huida del pueblo.

“La gente estaba indignada. Cómo va a ser, señor, que un mismo policía sea el ladrón de nuestros ahorros. En el complejo (deportivo) lo teníamos interrogándolo, pero nadie le pegó ni nada; es más, hasta le dimos agua y gaseosa. Ahí habíamos unas 300 personas, entre hombres, mujeres y niños. Cuando llegó el Fiscal (se refiere al Fiscal Adjunto, César Sánchez Aguirre) con el Comandante de la Policía de Casma, empezaron a conversar con la gente. Querían que dejemos ir a Riveros. Ahí, cuando aún no acababan de dialogar, los policías empezaron a rodear el lugar y a disparar con sus armas queriendo asustarnos; pero la gente no se asustó y nadie se tiró al suelo, más bien Riveros aprovechó para correr y escaparse trepando por un muro. Lo mismo hizo el fiscal que subió al carro y salió corriendo de miedo. Ahí empezó el enfrentamiento, en la plaza y en las calles con piedras y palos; los 20 o 25 policías escaparon disparando y los seguimos por toda la bajada. Mi hija estuvo en el grupo que fue a cortar camino para alcanzarlos. La vi a caer a unos 25 metros de mí; era la bala de un AKM, ella murió en mis brazos…

La voz de Teodoro se quiebra cuando habla de su hija y de la sangre derramada: “Yo denuncié en una radio de Casma esto que ocurrió. Mi nieto ha quedado desamparado porque mi hija era madre soltera. Esto es un abuso al campesino, a lo humildes que somos. El fiscal dice que a él le cayó una pedrada, pero eso no es cierto; ninguna piedra le cayó, él debe haber ordenado fuego en lugar de garantizar que no haya problemas. Encima ahora lo han nombrado juez y parte en este caso…

El martes en Cálpoc, conversamos también con el vicepresidente de la comunidad, Eliseo Torres Melgarejo (25) y con otros pobladores. Todos condenaron el accionar policial; primero al no atender la denuncia de robo, tampoco la presunta participación de un efectivo policial en el asalto, y posteriormente el accionar durante la balacera que significó un muerto y dos heridos de bala.

Hacen mutis

Según fuentes confiables, el policía Riveros Zapata, acusado de robo por la comunidad de Cálpoc, fue trasladado de la comisaría de Yaután –al igual que los otros dos efectivos- y ahora trabaja en el Departamento de Personal, en la primera comisaría de Chimbote. Intentamos entrevistar a Riveros, pero nos fue impedido el ingreso a la dependencia policial “hasta que culminen las investigaciones”. De igual forma quisimos comunicamos telefónicamente con el cuestionado Fiscal Adjunto, Sánchez Aguirre, pero éste nunca nos atendió el teléfono.

Ayer miércoles en Chimbote se deben haber reunido los dirigentes campesinos de Cálpoc y sus abogados de la Comisión de Justicia Social (CJS), con el Fiscal Superior Decano. Le deben haber pedido lo que es clamor popular en las alturas de Yaután: que se excluya de las investigaciones al Fiscal Adjunto, César Sánchez Aguirre, por no asistir a los interrogatorios que fueron programados, porque fue a todas luces cuestionable su participación durante las negociaciones previas a la balacera que se debió impedir, y porque los campesinos desean un nuevo fiscal y una investigación transparente.

Los medios de comunicación de Chimbote hasta ahora sólo han mostrado una cara de la moneda; se han limitado hablar de “secuestro de policías” y a recoger la versión policial de los hechos, tergiversando lo que debieron conocer de primera mano. En Cálpoc los campesinos esperan celeridad en el proceso, que se esclarezcan las cosas y se sancione a los responsables, desean una reparación civil, limpiar su imagen y que se llegue a alcanzar (si es que existe) la justicia.

Perdonen la franqueza

Augusto Rubio Acosta

No hay nada que me joda tanto como escuchar a los políticos caducos, lamentables e hipócritas, hablar de moral y prometerle al pueblo -en la plaza o en cualquier noticiero de TV- la ansiada estabilidad económica, asegurar que habrá empleo suficiente para todos y que al fin se desterrará la pobreza, la injusticia, la maldita corrupción.

No hay nada que le reviente más a éste cimarrón que leer publicaciones pésimamente escritas; me jode hasta el límite estar en la cola del estadio, del paradero interprovincial o de saludo del matrimonio, y que alguien (alguna fémina atractiva o vieja decrépita) pretenda “colarse”. Me revientan los cantantes sin voz en el mejor de los karaokes; las mujeres vulgares, “lanzas” y sofisticadas; los que dicen ser periodistas pero la profesión les queda grande a pesar de sus estudios de postgrado. Me joden además los peloteros de fin de semana (¿acaso no tienen nada que hacer?) y el respectivo “full vaso”; los padres que compran metralletas de juguete a sus hijos; los menores de edad que mueren de una bala perdida y por la espalda; los TLC; la gente hipócrita; los piscos peruanos pero “chilenos”; los que dicen “Que Dios te bendiga” si les das una quina; tantas cosas…

Para variar, este pechito odia a quienes crían perros y no saben cómo cuidarlos o evitar que muerdan al prójimo (después se escudan en seudo asociaciones protectoras de animales); odia a la Policía (en verdad no la odio sino la desprecio) y a sus abusivos y corruptos integrantes. A este cimarrón le jode (además le da risa) que los ignorantes del Gobierno Regional de Áncash no tengan un solo proyecto de desarrollo cultural en su lista de prioridades; le revienta que los municipios de la provincia no promuevan la lectura y todo lo vean construir “Mercados Mayoristasa media cuadra del chongo y “Polideportivos” sobre los desolados arenales. Me da bronca los que se emborrachan y provocan trifulcas, los que afanan hembritas con sonrisa fingida, los profesores que no nunca leen (y jamás leerán) y los tristemente célebres jueces y trabajadores del Poder Judicial, el edificio ése que nos avergüenza a todos.

Me dijeron que no debería escribir sobre las cosas que odio sino aquéllas que no odio, que sería más sencillo para mí –dada mi naturaleza- “carburar” sobre ello. Gastaría menos papel, seguro; ¿por qué no mencionas sólo lo que te agrada, Augusto?, usarías menos tiempo y los aburridos conductores de “Escenario público” no estarían mirando el reloj a cada rato…

El hecho es que detesto también que la gente gaste su plata yendo al estadio a ver a la selección peruana (qué triste), y me irrita que existan quienes creen que el José Gálvez algún día llegará a la Libertadores (son tan ilusos). Me da náuseas comprobar que la prensa vendida gana cada vez más adeptos, que aparezcan más locutores de programas chicha y tristes periódicos y revistas dedicados a la farándula, al fútbol y al seudo periodismo. Olvidaba decir que me revienta sobremanera que al tema cultural las autoridades no le den importancia (allá ellos, que se jodan). Podría matarlos a todos, pero no creo que valga la pena; además me ensuciaría las manos, son demasiadas las cosas que me molestan y sólo he podido acordarme de algunas de ellas en esta combi camino a mi Taller de Teatro. Me toca bajarme, ¡esquina bajan, tío! Mi vuelto, pe´… Sé que este chofer y su inmundo cobrador podría ser uno de los personajes que he nombrado hoy y sobre los que he escrito en ésta mi libreta que siempre me acompaña. Es todo, amigos; tranquilos no más, yo no los odio. Me jode sí que no me escuchen (perdonen la franqueza), que cambien de emisora y sintonicen al animal ése de la otra radio (la que ¡sí mueve!). Es tarde; ¡pie derecho, pie derecho! ¡Ya bájate, oye, Cabeza e´ libro!...

viernes, 6 de febrero de 2009

El mayor de los vicios

Augusto Rubio Acosta

La historia de mi adicción –felizmente gratuita- se parece a muchas otras adicciones; se parece a las que padecen aquellos que se dejan dominar por el hábito del juego o de los tóxicos; se parece a aquella de la cual son víctimas los “peloteros” de fin de semana, con el inminente “full vaso” incluido; se podría decir que mi adicción es similar a la de las personas que no pueden vivir sin ver televisión, sin gimnasio, sin ir al estadio, sin salones de belleza, alcohol y cigarrillo.

Pensar que todo empezó en 1979, cuando empecé a vestirme de lunes a viernes con el absurdo uniforme gris que diseñara Mocha Graña y que los curas italianos del colegio Raimondi -donde lamentablemente me matricularon- obligaban a usar a la parvulez. Por ese tiempo, en la pequeña biblioteca escolar se podía leer “Mambrú no fue a la guerra”, y los “Cuentos al amor de la lumbre”. Así empecé a “perderme” para siempre…

La otra mañana -después de la resaca- me preguntaba cuántas horas de mi vida habré invertido en el vicio. Después de algunos cálculos, llegué a la conclusión de que el tiempo podría ascender a un año o tal vez dos. El hecho es que las bibliotecas empezaron a atraerme desde que estaba en primer grado y hoy -casi treinta años después- continúan siendo uno de los pocos lugares donde me siento verdaderamente a gusto y a salvo de esta vida gris, triste y putrefacta.

¿Que si soy adicto a las bibliotecas?, pues sí, lo soy (recién se dan cuenta), y además no pienso curarme. La historia de mi enfermedad comenzó en los viejos anaqueles raimondinos, una típica biblioteca con enciclopedias antiguas que probablemente habían sido compradas por metros para servir de adorno, y donde los retrógrados profesores que tuve dormían la siesta en sus horas libres. En esa biblioteca los libros infantiles casi no existían; era un lugar sombrío y solemne, casi siempre sin lectores. No recuerdo haber coincidido con ningún otro compañero de promo en ese espacio (algún día les contaré por qué), pero de vez en cuando sentía una sombra asomarse y observar con suspicacia. ¿Qué rayos hace el Cabeza e´ libro por aquí?

Habré tenido diez años cuando por primera vez salí a pie de mi casa de Meiggs 117 y me dirigí hasta la Biblioteca Municipal César Vallejo, que por entonces funcionaba en la Plaza de Armas. Desde entonces la aventura (el vicio) se hizo habitual. La biblioteca edil lucía semi abandonada, pero existían libros que nunca había leído. Ahí conocí a otros viciosos (hicimos mancha); qué felices hubiéramos sido con todo lo que existe ahora: las sesiones de cuentacuentos, los talleres de pintura, música, teatro o escritura, las excursiones a alguna playa para construir castillos de arena o de palabras.

Las bibliotecas se convirtieron desde entonces en mi adicción, en parte indispensable de mi vida; primero como lector infantil y adolescente, después como estudiante universitario, escritor y periodista. Pensaba contarles más sobre las bibliotecas y la vida, pero el tiempo es tirano siempre en este espacio radial, así que lo dejamos para otra vez. Sólo espero que las noticias que vengan a continuación verdaderamente valgan la pena. No más pasaba por aquí al frente y me detuve un toque a ver si vendían marcianos (mentira). Ah, y porsiaca ya no me escriban al blog ni a mi correo, tampoco me llamen a mi jato por joder nomás: “¡Cabeza e´ libro, Cabeza e´ libro…!”, porque les voy a hacer el seguimiento en Telefónica, advertidos quedan. El miércoles próximo caigo por aquí (ojalá los encuentre); quien sabe los de “Escenario público” todavía me aguanten para entonces y se hayan quitado aunque sea las legañas de tanto madrugar (vayan a lavarse la cara). Ya me voy. Tere, anda sirviendo el desayuno, porfa: para mí tres panes, dos con jamonada, el otro con soledad.

Cómo escribirte el poema

Poesía, no quiero este destino.
Llévate tus sandalias
¡devuélveme mis manos!


CÉSAR CALVO

Augusto Rubio Acosta

Desde que nació, a mi pequeña hija Trilce le he escrito varios poemas. Antes que cumpla sus primeros seis meses de vida le escribí uno llamado “Tus ojos los míos”, publicado en 2005, en mi primer libro “Inventario de iras y sueños”. El poema hablaba de cuando ella dormía, de las ilusiones infantiles y de una pequeña estrella que años más tarde aparecería publicada en forma de cuento. Lo escribí una tarde de ocio creativo en nuestra vieja casa de la urbanización Pacífico, mientras el jardinero podaba una enorme planta de maracuyá que se alzaba en el patio donde meses después la niña daría sus primeros pasos y mientras Tere –mi madre- preparaba la cena. Por entonces mi padre aún vivía, y yo me sentaba a escribir en una vieja rémington que ahora se deja extrañar.

El primer poema para Trilce decía que el violeta de las flores en su puerta teñiría la noche de los octubres por venir. Le preguntaba si sus ojos un día fueron míos, la instaba a devolverme la ilusión extraviada en el laberinto de unos años a contraluz, de esos que abundan y está plagada nuestra existencia. “Hazme llorar niña / reír / haz de ese mundo imaginario / inédito / el hábitat de los deseos realizados / haz de mi existencia diaria / el castillo de tus sueños”. En el prólogo del libro, el poeta Dante Lecca anotaría: “Trilce entonces representa el futuro, un mundo que tal vez el padre no ha tenido, pero un futuro no regalado o caído del cielo, sino conquistado, trabajado a pulso mediante la existencia diaria…”.

Fue en el mes morado del año 2000 cuando escribí esos versos, mientras las sábanas y capullos que la envolvían en su sueño seguían in crescendo y arrastraban a la familia toda al universo mágico donde reinan los de trapo y algodón.

Si ahora me detengo a mirar hacia atrás y revisar los poemas que hablan de la niña que más quiero, quien sabe sea por la enorme nostalgia que me embarga, quizá la soledad de estos días me producen las ganas de sentarme a reflexionar sobre la relación indivisible que existe entre la poesía y la vida. Entonces cómo escribirte ahora mismo un nuevo poema, hija, si en los otros dos que aparecieron en el libro “Mi camisa de comando”, la simbi, la roncadora que siempre fuiste, y tu cabello e` manzanitas, no eran hallados por el poeta cuando llegaba la noche y éste deambulaba por los campos, las urbes y las florestas donde un día se extravió tu risa, el aroma de tus manos. Por eso –para que nunca te olvides- el poeta escribió también que lo que importaba no era su muerte anticipada, la vida de humo, cabellera, cielo, pasta de trapo, canción antigua, que por entonces te alcanzaba; escribió que lo importante no era el silencio de la historia, el caminar perdido y la fecundidad de una voz, tampoco sus sueños errados llegando hasta ti con el rumor de las olas. El poeta escribió que “lo que interesaba / (ojalá importe) / era su herencia encendida y secreta / las tardes llanas en la plaza nueva / y el malecón encadenado a tus preguntas / tu abrazo enorme / bajo las sábanas prestadas / en nuestra casa ajena / la última etapa de su llanto…”

Por eso -Trilce- para escribirte un nuevo poema, habrá que leer “Poquita fe”, el libro inédito que reúne una apretada selección de mis poemas y que ojalá pronto se publique. Ahí encontrarás unos versos que hablan del juguito e` de mandarinas, de las fotos bajo el cielo sin cielo –encapotado- de nuestra incertidumbre y de la lluvia inminente en el malecón de la ciudad; un poema donde el poeta bebe a borbotones y puede ver a su hija desde la mejor esquina, donde ella aparece con sus ojazos vivos y su uniforme azulito (de primer día e` clases) sonriéndole abierta y entrañablemente, como aquella madrugada desde su cama en el frío hospital del Seguro, en que el callado movimiento de sus brazos, las aspas de molino y de calor que le extendía, le arrugaron y humedecieron la camisa mal planchada, sus botones azules (el cerquillo), la flor y el corazón.

Dicen que detrás de cada poema hay una historia, una soledad. Dicen que antes –en la antigüedad- la poesía estuvo unida a la canción y que logró independizarse de ella; dicen que la poesía traslada al lenguaje una experiencia humana, emocional y sensualmente significativa. Por eso será que cuando me acuerdo del día en que a Trilce le extrajeron un poemita maduro de su pequeña vesícula, el insomnio anula mis noches, y no se puede dormir sino hasta cuando uno recuerda que había un Yeyi bebé en tu cabecera “y yo sabía que estarías bien / como ahora / en que reparto mis anhelos / y tú me miras y me abrazas / te acercas y te alejas / y me dices: / cañaña, Pá; cañaña será otro día…

Es lunes, demasiado temprano para la nostalgia; sólo pasaba por aquí para saludarlos, para dejar sentada mi nostalgia, mi impotencia para escribir poemas (lo siento), sólo pasaba por aquí para cantar mi canción.

Cantar mi canción

Pero nunca me supe tus sueños Progre
ni siquiera a hurtadillas
la luminosa historia de tus días…



Augusto Rubio Acosta

La noche que me prometí escribir la primera crónica para este espacio, acababa de llegar de Miramar, terminaba de hacer el amor, de evaporarme un cigarrito, de darme el enésimo duchazo de realidad en la semana, y una tibia mazamorra morada me acompañaba en la mesa, mientras afuera la urbe apestaba, la noche caía en el corazón de La Cachina (donde por estos días queda mi jato) y escuchaba el rock lento, las trovas de Liuba María y de Pedro Guerra, sin saber qué soledades alumbraban bajo el cielo de mi ciudad.

Trasladarme -al día siguiente- hasta la zona no resultó difícil, teniendo en cuenta que está cerca de la house, que acostumbro desplazarme solo, a pie, y con el walkman encendido a volumen medio (porque me llega altamente la tecnología). Me interné entonces en los basurales del rico barrio El Progreso -al fondo hay sitio-, me acerqué a los pasteleros del reservorio para preguntarles por Dios; sospecharon de la ingenuidad de mis palabras, del reportaje hirviendo, de mi gastada libreta de apuntes y de la crónica inenarrable (inminente), de los abismos de sus vidas…

¿Quién mierda eres para hablarnos de los últimos tronchos del verano?, ¿por qué preguntas por la soledad de los cañazos en la refri abandonada de los días?... Mira, causa, nosotros jamás confiamos en los periodistas -esos cojudos que lo cambian todo-. Así que no jodas, oye, cabeza e` libro; y ya bórrate, causa, que la gente te va sonar…

La hora avanzaba en la avenida Buenos Aires, la noche se mostraba propicia para la vagancia productiva, pero en verdad no sabía a ciencia cierta hacia dónde me dirigía a pie aquél día de mi soledad.

Me interné en los corralones de la noche para preguntarme si esta terca soledad aún me habita o si ya era indubitable el tiempo, la certeza, la pisada, de mi nueva vida. “Todo lo que uno tiene que hacer para escribir crónicas”, pensé, mientras tomaba fotografías y borroneaba algunas de las banalidades que se me habían ocurrido a esa hora ante el aliento vital de la calle: ¿a quién le importa (periodista) / tus poemas de pollada? / ¿a quién carajo las patrañas / culturosas y cojudas de tu vida?... Recordé cuando era adolescente y le dejé de temer a lo que le temía un día antes, cuando me limpiaba los barritos reventados aferrándome a mis bastardos eufemismos... A través de la memoria recordé que gracias al periódico (comisión periodística, le dicen) visité los bares de El Infierno, Van Damme y La Voladora, le volví a rozar las nalgas a las chicas malas al final del jirón Los Andes y nadie se inmutó. Me embriagué en los velorios con los remendadores de calzado, me masturbé –again- en la sórdida noche de los retretes inmundos y un aliento a chocho molido y ají escabeche empezó a apoderarse de mí, mientras compartía el último cañazo con los alcohólicos en la esquina de Derteano. Le dejé de temer hasta al silencio de los orgasmos en el hervor de los fumaderos. La poesía, la crónica era todo y yo lo sabía bien. Necesitaba escribir y la atmósfera necesaria para hacerlo era precisamente la que tenía ante mis ojos. El viento me hacía ondear el cabello en Cinco Esquinas mientras me recostaba en el colchón de panca de los monfus y pensaba en el llanto de los niños harapientos que se revolcaban con sus canes alrededor: me estaba macerando en el amargo licor de una nueva historia.

La voz de mis interlocutores asomaba en la memoria cada vez que intentaba un nuevo párrafo, una nueva línea. El trago ya hacía estragos (a pesar de las cacofonías) y mi estómago era un voraz e inextinguible incendio. Me incorporé –delirante- a pesar de mi muerte joven, bendije a los niños en la puerta del Templo Evangélico Fundamentalista “El aposento alto”, vomité en la fachada de Transportes Richiván (Pallasca-Chora-Conchucos) y me introduje en el diazepán y la inmundicia de los parques (sin flores), en la madrugada de los barrios y callejones perdidos del rico Progre; los monfus jamás supieron adónde iba. Los burros, la panca, las carretas, los borrachos y las tías madrugadoras que van a hacer la parada, me vieron pasar por Cinco Esquinas entre decidido y tambaleante; a los cachineros camino al mercado intenté explicarles los más insondables misterios de su destino, tal vez quise expresarle al amigo ebrio (que nunca estuvo) que no era el último fumador de mis tristezas, que al otro lado de La Cachina vivía mi infancia y que una fotografía borrosa (convertida en crónica) me estaba esperando.

La noche que me prometí escribir esta historia, acabé imprimiendo lo poco que había redactado –para salir del paso-, intenté copiar-pegar algunos de mis versos más disímiles en un espacio quién sabe poco apropiado, y me dejé llevar por la falsa nostalgia. Estaba en eso cuando sonó el teléfono y una dulce voz me recordó que debía ir a Casuarinas, a casa de mi madre en el sur de la ciudad, porque ella me estaba esperando –como siempre- con el obispal desayuno de los fines de semana.

Hablé con el mar (a la mitad de mi cielo inútil) / de mi cabeza golpeando la pared / en la nocturnidad de mis infancias / de la hondura musical de mis pretextos / y la limpieza en mis palabras: / Mi nombre es Gucho / vivo en El Progre / leo el periódico en la esquina de Olaya / con la avenida Buenos Aires / y me vacila Pearl Jam U2 / Stone temple pilots / y las enormes bridgestone / de los tráileres. / A veces como hoy / enciendo un lucky strike en los sardineles / en el monumento al maestro (en huelga) / y en la noica vastedad de las madrugadas. / Es dos de febrero (del cero nueve) / a la gente le llega al pincho la poesía (también la crónica) / déjame cantar mi canción.